Amanecía. Un sol tímido, pero no por
ello menos arrogante, se asomaba desde donde acaba el mar.
Olía a sal... a marismo.
Un grupo de incansables gaviotas
danzaban en derredor de un punto, en la azul inmensidad de aquella parcela de
Mediterráneo.
Un anciano y cuatro jóvenes pescadores
tiraban de un copo. El viejo, con una colilla
que le bailaba entre los labios ajados por la acritud de la mar, animaba
a sus compañeros, voceando grave, maldiciendo su falta de fuerza… que los años
apagaran su espíritu.
Los otros... guardando silencio...
ahorrando las energías que ya les venían escasas... con aspecto fatigado, con
ojos de vigilia.
El mar sonaba sereno... en paz... como
sólo él sabe hacerlo cuando quiere. La espuma de unas olas pequeñas, casi
transparente adornaba las orillas.
Los pescadores, extenuados, seguían a
lo suyo... a su labor... Intentando robar a la mar algo de su fruto. Para
saciar el hambre a sus familias, para saldar aquel día con alguna victoria, y
no ofrecer, como otros muchos, tan sólo un ramillete de ilusiones a esas
mujeres que aguardaban cansadas, pero jamás vencidas, a aquellos maridos que
las convirtieron en soñadoras, a fuerza de soñar ellos mismos con esos
días...días en que el caudal de peces casi reventara sus redes... Con que la vida
les sonriera muy de vez en cuando, allí, cerca del mar... como siempre habían
vivido... Ejerciendo de pescadores... como lo fueron sus padres años atrás,
quizá con mejor suerte... cuando la mar era más caritativa.
Pero ellos siguen y siguen. Y al
final, cuando la red emerge de entre el eterno azul; el anciano arroja su
colilla con la ira de un hombre frustrado, y el resto de la cuadrilla enjuaga
sus manos en las cortas lenguas de las olas. Sintiendo el escozor en las llagas
de sus palmas, resecas y toscas, heridas por su bregar sin tregua.
Hoy el mar tampoco tuvo a bien
ofrecerles nada. Es ya una larga semana la que ha pasado sin recibir jornal
alguno de sus arcas.
Saben que ya es tarde... pero, siquiera
por un momento pasea por la mente de todos ellos dar la espalda a ese mar, que
egoísta, no sacia sus necesidades.
El anciano, llora con la impotencia de
quién vivió siempre equivocado... Sumiso ante el peor de los señores... ese
Mediterráneo, que lo vio envejecer y que no le otorgó ni tan siquiera una
jubilación digna. Todo es más frustrante aún para él. Porque aleccionó a sus
hijos en sus creencias, que al final no fueron más que errores.
Hasta el mar, que con su hermosura
embriaga, termina siendo una gran mentira más, de las muchas que nos reserva la
vida.