Tenía mi vida amarrada… eso pensaba.
Todo funcionaba a pedir de boca. Había llegado a un punto
en que la estabilidad me hacía sentir ese calor agradable que se acerca tanto a
otorgarte la felicidad.
Pero no… La vida siempre es un reto; no te da tregua… Es
como la mujer hermosa que se hace de rogar para entregarse a un hombre, y ello
la hace más hermosa aún.
Esta es la conclusión que saqué de esta vivencia… La vida
es muy hermosa… Hay que vivirla día a día, arrancándole lo mejor, viviéndola
sin prisa pero a la vez sin pausa.
Aquella mañana fue la de un día normal… Pero quizá algo
me iluminó. Llevaba ya largo tiempo obviando las llamadas que mi cuerpo me
hacía, cada vez con más constancia. Algo no iba bien… mi visión se hacía más
inestable que nunca. Cobré consciencia de que no había duda… aquellos síntomas
no desaparecerían solos.
Primero fueron aquellos mareos al levantarme… luego las
piernas que me amanecían dormidas cada mañana… el episodio de vértigos… y por
último esa desagradable diplopía, que me hacía ver doble…
La citada mañana, sin saber por qué, me obsesionó la duda
que tenía hacía ya tiempo… Esa que llevaba mucho ocultándome a mí mismo… enterrándola bajo el
trabajo… olvidándola al compartir chanzas con los conocidos… o cuando regalaba
un beso a mi mujer: “¿Estaba realmente enfermo?”
Fue ella, el amor de mi vida, la que tomó el mando
enérgicamente, como suele hacer en situaciones de crisis, y puedo decir que me
arrastró casi de un puñado al hospital; quizá parezca una tontería, pero de no
haber sido por ella, y por su determinación, es muy posible que aún siguiera
con mis síntomas, o quizá hubieran surgido nuevos y más vejatorios; sí… porque
el que padece y no hace lo imposible por dejar de hacerlo, está sufriendo una
vejación continua.
Tal vez, de no haber sido por su contundencia hubiese
corrido una peor suerte.
En fin… Luego vino mi ingreso. Pruebas de todo tipo, más
o menos agresivas. Pero fue ahí donde descubrí que hasta en la enfermedad es
posible encontrar una sonrisa a la vida.
Por supuesto fue ella… Susana otra vez… mi mujer, la que
me hizo despertar de la depresión en que andaba sumido, y no se separó un
momento de mi lado, aportándome la fuerza necesaria para disipar esas mariposas
negras que me rondaban… esas que acabé borrando, y que estoy seguro tener ya el
valor, después de todo lo acontecido, para no permitir que nunca más se
acerquen a mí.
Hasta de las peores experiencias se sacan cosas positivas…
Eso es algo que he aprendido en mis propias carnes, durante mi estancia en el
hospital.
El destino puede llegar a ser maquiavélico, pero siempre
tiene a bien otorgarte una tregua. En este caso fue Alberto, mi compañero de
habitación. Un chaval de veinticinco años al que la enfermedad le ha obligado a
permanecer demasiado tiempo hospitalizado… en aquella habitación.
El supo ofrecerme, desde que nos conocimos, su amistad,
su experiencia, (para que ciertas pruebas fuesen más llevaderas), y su
optimismo, que no flaqueaba nunca; pero lo que más valoré de la variedad de
regalos que me hizo, fue su sonrisa.
Ya me dieron el alta y abandoné el hospital. Curiosamente,
a pesar de que allí he vivido una de las peores experiencias de mi vida, no
guardo mal recuerdo de aquella habitación ni de lo que allí ocurrió; porque hay
cosas como el amor, la amistad y la generosidad, que pueden incluso a la
enfermedad.
Pero lo más importante que he aprendido de toda esta
experiencia, es que nunca, nadie, debe resignarse a dejar volar a su alrededor
esas molestas mariposas negras. No permitas que en tu vida haya sitio para
ellas. Hay muchas personas como Alberto, que incansables las combaten día a
día; les debemos el respeto de evitar ser transigentes con ellas.
La vida, por mucho que te castigue siempre tiene algo de
especial… de maravilloso. Debes tomarlo siempre, por muy cansado que estés…
Nunca debes desfallecer en intentar arrebatárselo.
No dejes jamás que te ronden mariposas negras… no tienen
derecho a ahogar tu vida.